Este mes se cumplen 5 años desde que nos vinimos a Canadá. No me voy a poner a enumerar las cosas que vivimos en todo este tiempo, porque son muchas; pero coincidentemente, acabo de volver de mis vacaciones en Argentina (próximos posts serán dedicados al tema, lo prometo), y algunas reflexiones se hacen inevitables, especialmente las que tienen que ver con los sentimientos de pertenencia hacia los lugares.
En el 2003 me fui con una mezcla de amor-odio por nuestro país, y con algo de espanto también, por la incertidumbre que nos esperaba y por la locura que dejabamos atrás. Recuerdo que una de mis primeras impresiones al pisar suelo canadiense fue de desamparo, de decir: adonde vine? Cuando uno recién llega, lo primero que salta a la vista son las diferencias, y la idea de que se va a extrañar muchísimo lo que quedó a una distancia que parece infranqueable: familia, amigos, costumbres, el lugar de uno.
Y acá quiero hacer una diferencia; mientras al principio extrañaba más al entorno que a la gente, con el correr de los años ese sentimiento se fue invirtiendo en forma proporcional, son las personas las que finalmente crean el vínculo más fuerte con nuestro pasado.
Pero volviendo a los lugares, que de eso trata esta nota, me sucede algo paradójico; si bien hasta hace poco creía que mi corazón estaba dividido entre dos tierras, este viaje me ha revelado que en realidad, como inmigrante, uno pierde algo de su identidad. Tendría que repasar esto dentro de otros 5 años en forma más objetiva, pero curiosamente, y a pesar de la expectativa que me generaba volver a mi querida Argentina, lo primero que sentí al bajar del avión fue que por más que tratara, ya nunca volvería a ser parte de aquello en forma completa. Esa sensación se acrecentó durante los días que pasé en Buenos Aires. Me sentía como un extranjero encubierto, podía desenvolverme como cualquier otro pibe, nadie podría adivinar que vivo afuera escuchándome hablar o viéndome en la calle, pero me sentía incómodo, como si en realidad estuviera usando la piel de otro, no se si me explico. Sinceramente, y a pesar de haberla pasado genial, de haber comido cosas añoradas y de haberme reencontrado con gente querida; sentía cierta urgencia por volver. Después de todo, en Calgary están mi casa, mi vida cotidiana, mi esposa, mi hija. Y acá estoy, ya de vuelta.
Claro que acá también soy extranjero (y ni siquiera encubierto), y probablemente nunca termine de entregarle mi alma a este lugar en un ciento por ciento, pero supongo que todo inmigrante debe pagar un precio por su osadía.
Por eso el título del post: Volviendo a casa. Y el sentimiento de pertenecer. Un poquito allá, otro poco acá, o tal vez a ninguno de los dos lados.